La moneda de curso legal en el imperio mongol del Gran Kan (SXIII) se fabricaba con la corteza de la morera (árbol cuyas hojas comen los gusanos de seda). Con uno de los tejidos de la corteza se elaboraban unas láminas negras a las que se les ponía un sello y en función de su tamaño se les otorgaba un valor. “Si a alguien se le ocurriese falsificarla [la moneda], sería castigado con la pena capital hasta la tercera generación”, cuenta el veneciano Marco Polo en el “Libro de las maravillas” a su regreso de tierras orientales.
Si la moneda se deterioraba se podía cambiar por otra, eso sí, con una penalización del 3%. A veces el Gran Kan promulgaba edictos en los que obligaba a que los hombres que tuviesen oro, plata o perlas, le entregasen sus tesoros a cambio de más morera. El Gran Kan era posiblemente el hombre que más riquezas poseía en la tierra y controlaba el sistema monetario de su imperio. Él se quedaba con los metales y piedras preciosas, y los habitantes con la pasta (la de la corteza). ¿Cuestionable o criticable? Como estaba ordenado por ley aceptar la morera como moneda de cambio bajo pena de muerte, pues nadie rechistaba (al menos Marco Polo no nos lo contó).
Así que resulta que la emisión de nuevo papel moneda en función de las necesidades económicas (o de las aspiraciones de riqueza) se remonta cientos de años atrás, lo que sorprendió a un veneciano viajero hasta el punto de dejarlo plasmado en uno de los libros de viajes más conocidos.