El precio de la desigualdad: Estados Unidos ante su fractura patrimonial
La brecha en la distribución de la riqueza en Estados Unidos se ha convertido en uno de los rasgos más definitorios – y preocupantes – de su modelo económico. Pese a liderar el crecimiento global, la prosperidad se ha concentrado en un número cada vez menor de hogares. Hoy el 10% más rico de los estadounidenses controla el 87% de las acciones cotizadas, el 84% de los negocios privados, cerca del 44% del valor inmobiliario y, en conjunto, dos tercios de toda la riqueza del país. Dentro de ese grupo, el 1% posee la mitad de las acciones en circulación.
Las cifras son tan elocuentes como incómodas. Reflejan una economía extraordinariamente productiva, pero estructuralmente desequilibrada: la acumulación de capital se ha acelerado mientras la movilidad social se estanca. El ascensor económico que durante décadas definió el sueño americano hoy se mueve, pero sólo hacia arriba para unos pocos.
Una economía dominada por el capital
El origen de esta concentración es multifactorial. La finanzialización de la economía, la prolongada era de tipos de interés bajos y las políticas fiscales favorables al capital han impulsado el valor de los activos financieros de forma exponencial. La década posterior a la crisis de 2008 consolidó una dinámica en la que los salarios crecieron con lentitud, pero las carteras de inversión se revalorizaron con fuerza. El resultado: quienes ya estaban dentro del sistema financiero multiplicaron su patrimonio; quienes no, quedaron rezagados.
La revolución tecnológica y la globalización han acentuado el efecto. Los sectores de mayor crecimiento —tecnología, biociencia, finanzas— son intensivos en conocimiento y capital, no en empleo masivo. Las rentas del trabajo, incluso las cualificadas, no han podido seguir el ritmo de las rentas del capital.
La erosión de la clase media
El impacto social de esta concentración es profundo. La clase media —históricamente el núcleo económico y cultural de Estados Unidos – se ha reducido. Cuando el grueso del consumo depende de una minoría con baja propensión marginal a gastar, el crecimiento pierde base interna. A la vez, el acceso desigual a educación, vivienda, y salud limita la movilidad intergeneracional.
El país que hizo de la meritocracia su marca de identidad corre el riesgo de transformarse en una sociedad patrimonial, donde la riqueza heredada pesa más que el esfuerzo personal.
Movimientos políticos inesperados: la reacción al margen
Una desigualdad de esta magnitud no sólo tiene impacto económico, sino que alimenta movimientos políticos inesperados e impredecibles. Un ejemplo reciente es la candidatura de Zohran Mamdani a la alcaldía de Nueva York, quien ha remontado de forma sorpresiva al alzarse con la nominación demócrata en un contexto en el que su plataforma se dirige directamente a la “crisis de asequibilidad” y contra la clase de capital dominante. Este tipo de fenómeno —la aparición de candidatos que movilizan el descontento contra la élite económica— es precisamente un síntoma de la fractura social y política que genera la desigualdad.
Cuando una parte significativa del electorado siente que el sistema no ofrece oportunidades reales, se abre espacio para fuerzas populistas —de izquierda o de derecha— que prometen cambios radicales en nombre de “los que han sido dejados atrás”. Esa dinámica es ciertamente peligrosa para una sociedad compleja como la estadounidense, pues puede debilitar la cohesión, polarizar el debate, y empujar hacia políticas de alto riesgo económico o institucional.
Polarización política y desconfianza
La desigualdad económica no se queda en los balances contables; se traduce en polarización política. Una parte del país siente que el sistema está diseñado para proteger los intereses de una élite financiera y corporativa, mientras amplios sectores perciben una pérdida de oportunidades reales. Este malestar se manifiesta en la desconfianza hacia las instituciones, el auge de los discursos populistas, y el deterioro del consenso político tradicional.
El dilema del liderazgo global
Paradójicamente, Estados Unidos sigue siendo la economía más dinámica e innovadora del mundo. Pero su modelo enfrenta un dilema estructural: ¿puede una nación mantener liderazgo económico global cuando internamente se fragmenta en términos de riqueza y oportunidades?
La concentración patrimonial, si bien fortalece a las corporaciones y mercados financieros, debilita los cimientos del contrato social que sustentó el crecimiento del siglo XX. Una economía donde el 90% de los ciudadanos se siente espectador del éxito ajeno no es sostenible en el largo plazo.
El reto de la próxima década
Reequilibrar el sistema requerirá algo más que ajustes tributarios. Implicará repensar el acceso al capital, democratizar la inversión, impulsar la educación financiera, y revisar la fiscalidad de las rentas del capital y la herencia. La tarea es compleja: redistribuir sin frenar la innovación ni la competitividad que han hecho de Estados Unidos una potencia. Pero ignorar la brecha no es una opción.
El futuro del capitalismo estadounidense dependerá de su capacidad para reconciliar eficiencia económica con equidad social. De lo contrario, el país más rico del mundo podría descubrir que su mayor déficit no está en las cuentas públicas, sino en la cohesión de su propia sociedad.

